El séptimo amanecer – Capítulo 5

CINCO

La sala tres del Tribunal Supremo está en el ala norte del edificio. Durante toda la mañana se habían celebrado dos juicios, pero ninguno había despertado el interés de la prensa como el que estaba a punto de empezar. Presidía la abarrotada sala el ilustrísimo juez Mórrison.

Se escuchó un murmullo cuando el magistrado ocupó el sillón en el estrado y todos se pusieron en pie.

—El Estado de Río de Janeiro contra Fernando Blas y la Land Amazon Corporation —dijo con voz autoritaria.

Devoto cristiano, padre de cuatro hijos y conservador hasta la muerte Mórrison llevaba ejerciendo su cargo desde 1978.

—Pueden sentarse.

De los jueces del tribunal Fabio Mórrison era sin duda el que más odiaba su profesión. Tenía cincuenta y dos años y después de veinte navidades en la judicatura seguía sin estómago para la gentuza que daba a parar a su sala. Evitaba los juicios por drogas o asesinatos y aceptaba cualquier litigio concerniente a empresas con balances saneados. Las recompensas eran jugosas. Mórrison cobraba sesenta mil dólares al año y su única ambición era ser reelegido en su cargo cada cuatro años. Era hombre de gustos caros: restaurantes de lujo y viajes a Europa dos veces al año. Su mujer conducía un deportivo valorado en más de cuarenta mil dólares, disponía de dos casas de veraneo en la playa y un bonito yate en el puerto deportivo de Río de Janeiro. Tenía dos ex mujeres, todavía batallaba por la pensión con una de ellas en los Tribunales, y su joven mujer era puta, amante y esposa al mismo tiempo. Contaban de él que había heredado una pequeña fortuna de un pariente lejano, fallecido en un accidente aéreo en la Antípodas, pero nadie lo sabía con certeza. Lo cierto era que gastaba dinero a espuertas y disfrutaba haciéndolo. Era ostentoso y vanidoso.

Entre sus colegas Mórrison era famoso por el alto porcentaje de sentencias absolutorias hacia las empresas demandadas. También era famoso por dirigir los preliminares más cortos de todo el Estado. Desde hacía veinte años ninguno de ellos había superado los veinte minutos.

El magistrado echó un vistazo a la sala y sonrió. Contó un total de doce miembros de la prensa. Conocía a la mayoría. También contó al menos diez miembros de la asociación de agricultores, como no podía ser de otra manera. Dos miembros de la ONG Survival, cuatro oficiales de justicia, tres misioneros, y otros tantos defensores de los derechos de los indígenas en el Amazonas. No estaba nada mal. El acusado permanecía sonriente al lado del letrado defensor.

Dio un sorbo a un vaso de agua y ojeó el sumario a través de las finas gafas. Era puro teatro. Levantó la vista y miró al abogado defensor, luego al fiscal general Pinheiro y por último al reloj de arena que yacía junto a él. Le dio la vuelta y lo apoyó sobre la madera de roble. La arena comenzó a formar círculos en la superficie superior mientras una hiladura de arena blanca caía lentamente por un diminuto orificio.

—Acérquense los letrados al estrado.

Los dos hombres avanzaron en silencio.

—No permitiré ningún desacatado a este tribunal. No permitiré que me hagan perder el tiempo con chácharas sin sentido. Y no permitiré bajo ningún concepto que esta vista preliminar se alargue más de veinte minutos. ¡Me he expresado con claridad! —Los dos hombres asintieron al unísono—. Regresen a sus asientos señores letrados.

Dirigió la mirada al abogado de la defensa.

—Tengo entendido que su cliente declaró en presencia de la policía local del Estado de Para que disparó contra tres caciques por el allanamiento de sus tierras. ¿Es eso correcto señor Dos santos?

Un viejo productor de soja había disparado a bocajarro a tres indígenas en una como tantas otras plantaciones ilegales de soja. Los tres hombres habían logrado escapar con el rabo entre las piernas, entre tropezones y maldiciones, y días después habían acusado al agricultor de usurpación de tierras públicas y de intento de asesinato, respaldados por el Movimiento de los Sin Tierra, la organización más antigua y combativa de Brasil. Dos Santos era el abogado del acusado.

—Sí señoría —respondió Dos santos, tras garabatear algo en un cuadernillo.

Apasionado defensor de cualquier individuo que pudiese pagar unos honorarios no inferiores a cuatrocientos dólares la hora, Dos Santos era lo que se llama un work-adicto. Trabajaba dieciocho horas al día, siete días a la semana, treinta días al mes, doce meses al año y no tenía ninguna afición que no fuese dedicar las horas enteras al estudio de las leyes. Su bufete era el más prestigioso de la costa atlántica brasileña. Tenía oficinas en Argentina, Paraguay y Venezuela.

—¿Alguien ha resultado herido?

—No señoría.

Dos Santos esbozó una gran sonrisa ante el hecho de que el juez asignado al caso fuese Mórrison. Era un tipo manejable por lo que la vista preliminar terminaría en pocos minutos, antes de que la arena del reloj llenase el triángulo inferior y antes incluso de que el dibujante, concentrado en el acusado, sacase su perfil más favorecido. Consultó su reloj. Eran las dos y media del mediodía.

—¿El señor Blas conocía a los demandantes el día en que los hechos ocurrieron?

—No señoría.

—¿Disparó a matar?

—No señoría.

Dos Santos apoyó la mano en el antebrazo del acusado. Le daba pequeños golpes mientras le susurraba algo al oído, aparentemente importante. El acusado sonrió confiado. No era la primera vez que lo acusaban y que hacia el paripé delante del juez; su absolución llegaría en pocos minutos. Pronto disfrutaría de un té helado en su bonita hacienda rodeada del preciado oro verde. Además, Dos santos era el mejor, y esos malditos indios se merecían cada una de esas balas. De lo único que se lamentaba era de haber fallado. Ya tendría ocasión de ajustar cuentas.

—Deberían colgar a todos esos putos indígenas —gritó alguien—. Son unos salvajes.

—Orden en la sala —vociferó el juez, agitando el índice en señal de advertencia. Le irritaban los alborotadores en su sala—. ¿Se declara su cliente inocente del cargo de intento de asesinato? —prosiguió.

Los perros viejos son soberbios por naturaleza y Dos Santos era un sabueso legendario. Conociendo el devenir de los acontecimientos afirmó con la cabeza, sin mirar al juez y sin parpadear. Luego dijo:

—Por supuesto, señoría. Mi cliente disparó al aire —añadió mientras se arreglabla la corbata de seda para los dibujantes. El rojo combinaba de fábula con el amarillo canario. Había sido una excelente elección.

—¿Han condenado alguna vez a su cliente?

—No, señoría.

—¿Solicitará que su cliente salga en libertad bajo fianza? —preguntó.

El abogado echó una mirada a la sala y les brindó una ligera sonrisa a los espectadores. Sabía que los reporteros de los principales medios de comunicación estaban ansiosos por escribir sobre el nuevo triunfo del picapleitos más astuto de los tribunales y la televisión esperaba pacientemente en la puerta del Tribunal. Eran unos papanatas que comían de su mano. El gran abogado se había cerciorado de que todos y cada uno de aquellos mentecatos recibiera una bonita fotografía en la que posaba junto a una estantería de nogal repleta de tomos legales. Ni siquiera había necesitado preparar una estrategia de defensa para su cliente.

—Supone bien señoría—respondió altivo.

—¿Previamente solicitará el sobreseimiento del caso?

—Sí, señoría.

Mórrison consultó su reloj. El tiempo corría en su contra.

—¿Basará la defensa su alegato en que esos hombres estaban en las tierras del señor Blas?

Se rumoreaba que el verdadero motivo del juicio era una disputa territorial entre latifundistas e indígenas, auspiciado por la ONG. En el año dos mil siete el Congreso brasileño, a instancias del actual gobierno, había aprobado la legalización del cultivo genéticamente modificado y acordado privatizar cinco mil kilómetros cuadrados para los agro negocios. El superávit de la exportación agrícola era una fuente importante para pagar la deuda externa del país y esperaban inyectar de este modo una nueva inyección a la debilitada economía del país. Además había un acuerdo tácito mediante el cual se hacía la vista gorda cuando se ocupaban tierras que eran destinadas a la agricultura y ganadería. Una sentencia condenatoria contra el productor de soja y la devolución de las tierras al Estado o en su caso a los indígenas podía provocar un efecto cascada. Las tierras que cultivaban indiscriminadamente los grandes productores de soja bajo la ley del talión se cifraban en una superficie equivalente al quince por ciento del Amazonas. La defensa sostenía que la Land Corporation era la propietaria legal de las tierras por usucapión y que Rafael Blas estaba en su pleno derecho de defender sus tierras de los intrusos.

—Sí, Señoría. La defensa opina que no hay delito. Esas tierras están destinadas a la producción agrícola y han sido cultivadas y explotadas por mi cliente desde el año dos mil trece. El señor Blas es un hombre trabajador y responsable.

—Reyertas, altercados, intimidación, intento de asesinato y utilización de tierras publicas por parte de su cliente —dijo de pronto—. En mi opinión sí hay delito.— El magistrado sonó tajante. Desvió la vista al fiscal.

—¿Usted qué opina Pinheiro?

Pinheiro era el Fiscal del Estado y gran amigo del juez Mórrison. Ambos eran de la cuadrilla del presidente Lumba desde que tenían uso de razón. Se conocían bien y habían recibido ordenes claras y precisas del presidente.

El fiscal se levantó y se acercó al estrado.

—La fiscalía solicita que se deniegue la libertad bajo fianza. ¡Señoría!, el señor Blas no es propietario de esa tierra. El señor Blas utiliza gatilleros para desalojar las tierras que son propiedad del Estado. Y el señor Blas apretó el gatillo con intención de matar. No podemos permitir que la masacre contra los pueblos indígenas continúe.

En las últimas filas de la sala se escuchó un gran alboroto. ¿Tierras del Estado? Los miembros de la asociación en pro de un Amazonas libre y del cultivo de las tierras del Estado se revolvieron inquietos en sus asientos. ¿Masacres? El Estado era el principal interesado en promover la explotación agraria a favor de los grandes capitales agropecuarios. ¿Qué diablos decía Pinheiro?

—El acusado ha protagonizado infinidad de episodios violentos en el pasado—prosiguió Pinheiro. Me repugna pensar que en el Amazonas la vida de un indígena vale tres mil reales y siete mil la de un cacique. ¡Es asqueroso!

—Estoy de acuerdo—contestó el juez.

—Ese hombre —Pinheiro señaló inquisitivamente al acusado— es un peligro para la sociedad. La supervivencia de los pueblos indígenas está en juego. Por supuesto disparó a matar. Por supuesto erró en sus intenciones. Y por supuesto su intención era asesinar.

—Protesto señoría.

—Denegada—rugió el juez.

Olía a conspiración. El fiscal levantó la voz.

—El balance de los últimos tres años en esas tierras habla por sí solo: ciento veintidós indígenas asesinados, miles de hogares destruidos con excavadoras, noventa y nueve casos de agresiones violentas, cien conflictos territoriales, más de cien casos de explotación ilegal, sesenta y dos casos de agresiones por racismo y discriminación cultural, sin contar con los setenta y tres suicidios por desalojo de tierras. Esto no es ficción, es una jodida realidad. El señor Fernando Blas representa en sí mismo al tipo de individuo que se cree con el derecho propio de actuar por encima de la ley y de reírse de los tribunales. Además dispone de los suficientes recursos para desaparecer del país sin dejar rastro. Lo cierto es que debería estar entre rejas.

—¿Tiene antecedentes el acusado?

—No señoría—dijo Dos Santos, alzando la voz.

—Denegada la solicitud de libertad bajo fianza.

En circunstancias normales el juez hubiese otorgado la libertad bajo fianza. En circunstancias normales la vista preliminar con ese mal nacido de juez se habría solucionado con una sobre. Y en circunstancias normales Dos Santos no tendría que verse indefenso frente al puñado de reporteros que se relamían tras él. ¡Maldita sea!, la vista preliminar había sido una gran farsa. ¿Qué diablos estaba pasando? Lanzó una mirada por encima del hombro y sus ojos se clavaron en uno de los hombres que presenciaban la vista. Tenía aspecto hastiado. La prensa no era la mayor de sus preocupaciones y Dos Santos lo sabía. Carraspeó y bebió más agua. La sensación de fracaso era acuciante y no podía permitirlo.

—Es inaudito su señoría. Mi cliente no ha asesinado a nadie y se le está tratando como a un vulgar asesino. Con la venia de su señoría queremos solicitar un cambio de jurisdicción.

—La acusación se opone—dijo escuetamente la fiscalía.

—A su cliente se le acusa de intento de asesinato. El juicio se celebrará en este Tribunal, bajo mi mandato —dijo el juez con voz firme. Hizo resonar su maza—. Queda denegada la moción de cambio de jurisdicción.

—La defensa se opone —chilló.

—Sí, claro—contestó el juez.

Dos Santos no había perdido un solo juicio desde 1987. Drogas, corrupción, evasión de impuestos, asesinato y un largo etcétera; ni un solo litigio perdido. Su bufete Dos Santos & Bradborts se ocupaba de todos los casos importantes del país, representaba los intereses de hombres poderosos y tenía fama de manejar los tribunales a su antojo. Estaba bien relacionado con el gobierno y la judicatura del país, y disfrutaba especialmente con los casos de asesinato y de corrupción. Además recibía una suculenta cantidad fija en cuestión de honorarios de la asociación de agricultores para dar preferencia a cualquier litigio que surgiese. ¿Quién diablos se creía que era ese maldito juez?

—Esto es intolerable—vociferó fuera de sí.

Un fuerte murmullo llenó la sala. El alguacil pidió orden.

—Señor Dos Santos, en este Tribunal no permitiré salidas de tono —dijo Mórrison con tono serio y pausado—. ¿Me he expresado con claridad?

El juez le estaba haciendo sudar la gota gorda. Bebió más agua.

—Sí, señoría.

—La defensa solicita un aplazamiento.

—Denegada la solicitud.

—Pero, señoría…

El juez levantó la mano en ademán de silencio. Consultó su calendario a través de las gruesas gafas.

—Fijo la fecha para este juicio dentro de una semana a partir del día hoy. El viernes quince de septiembre celebraremos el juicio. ¿Tiene alguna objeción la fiscalía?

—Ninguna, su señoría.— Los dos hombres se miraron con complicidad. Habían dado el primer paso hacia un fin mayor; y le sacarían un provechoso beneficio.

—¿Y usted señor Dos Santos?

—Me opongo. —El abogado estaba perplejo—. Con la venia de su señoría, a mi cliente le pueden caer de cinco a siete años y usted apenas me da una semana para preparar la defensa.

El abogado desvió la mirada por encima del hombro. Un hombre en la última fila lo miraba furioso.

—Secretaria —dijo el juez con voz pausada—, tome nota de la oposición de la defensa.

Mórrison desvió la vista al reloj de arena.

—Se levanta la sesión —concluyó.

Un agente se acercó a la mesa donde el acusado permanecía con expresión falaz junto a Dos santos, que movía la cabeza con gesto de desaprobación. Se oyó un griterío cuando el acusado salió de la sala esposado. Dos periodistas echaron a correr agitando sus respectivos cuadernillos en las manos. El gran abogado criminalista había caído y el juicio prometía sorpresas jugosas. Los miembros de la asociación agrícola en pro de un Amazonas libre, tras cuchichear entre ellos, maldecir a su señoría y despotricar contra al viejo agricultor que había tirado la primera piedra, se levantaron bruscamente y abandonaron la sala. La oligarquía del lobby latifundista temblaba ante la sentencia que podía suponer un paso atrás del negocio millonario de la selva. El Gobierno brasileño parecía tener nuevos intereses y reclamaba sus tierras. Los antiguos aliados habían dejado de gozar de sus privilegios de antaño.

El caballo de Troya de los grandes intereses económicos mundiales estaba servido.

 

 

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El séptimo amanecer – Capítulo 4

CUATRO

Río de Janeiro, Brasil.

Tribunal de Justiça do Estado de Rio.

 

En el año 2004, seis meses antes de las elecciones generales, el candidato a la presidencia Pablo Lumba recibió de un anónimo ciudadano la aportación más generosa de toda la historia de Brasil. Por aquel entonces, Pablo tenía cuarenta años, una larga cabellera oscura y una sonrisa cautivadora. Se había doctorado por la prestigiosa Facultad Estatal de Medicina de Brasilia, donde había ejercido de médico interino durante más de una década, tras trabajar varios años en el Departamento de Enfermedades Infecciosas de una gran empresa farmacéutica. Considerado un héroe nacional por haber detectado un brote contagioso que podría haberles causado la muerte a más de treinta pacientes, los cariocas vieron en el nuevo candidato la solución a sus plegarias. Pablo tenía carisma y estaba seguro de sí mismo; sus innatos dones no pasaron desapercibidos entre los brasileños. Los hombres lo veían como un personaje en el que podían confiar, las mujeres caían rendidas por su indudable atractivo. Se caracterizaba por ser juicioso e implacable ante la injusticia y por carecer de la arrogancia que precedía a los anteriores presidentes: era sensible, intuitivo y poseía una autoridad natural. En pocas semanas el doctor se ganó los corazones de un populacho devastado por la crisis, sacudido por el aumento de la violencia y abocado por la acción del anterior presidente a la tasa de paro más elevada de los últimos veinte años. La economía de Brasil nunca había sido tan frágil y requería un cambio radical. El país tenía un nuevo salvador; un hombre recto, con una ética intachable, que, además, provenía de uno de los suburbios más marginales del país.

Lumba ganó por una mayoría aplastante.

Cuarenta millones de dólares para una campaña a la presidencia de un perfecto y hasta ahora desconocido daban mucho de sí. Aunque también tenían su precio.

 

 

 

Raramente se habían visto tantas y tan distintas fuerzas del orden bajo el mismo mando. Formando un muro de contención habían miembros de la Policía Militar, cuya responsabilidad era mantener el orden público, miembros del Departamento de Policía Federal, que dependían del Ministerio de Justicia, unidades del comando de Operaciones Especiales, y agentes de la Policía Rodoviaira Federal, encargadas del control de carreteras y de la vigilancia de las principales entradas y salidas del país. Parecían un reguero de boinas y gorras de colores diversos, expectantes y anhelantes. Impacientes.

Frente a ellos los indignados manifestantes se contaban por millares y pedían sangre; estaban las manos tamizadas de blanco, los pinturas ralladas, con sus rostros de guerra pintarrajeados, y los que cubrían su identidad con telas y pañuelos. Eran más de treinta mil exaltados los que veían la Cumbre de la Tierra como lo que era: una gran farsa.

Por si fuera poco tres horas antes había explotado un artefacto casero en las inmediaciones de la plaza, se habían destruido sucursales bancarias, incendiado containers y también cabinas telefónicas. Las amenazas de muerte que habían traído de cabeza a las fuerzas del orden habían dejado de ser una mera advertencia. Setenta y dos horas de locura, un solo lugar: los alrededores del Tribunal de Justicia de Río de Janeiro. La plebe estaba ávida de justicia y ni tan siquiera las tres contundentes cargas policiales contra el enfurecido populacho habían apaciguado los ánimos. El paro que asolaba a medio mundo, las hipotecas basuras, la crisis bancaria, la pobreza y la contaminación; todo ayudaba a que los ánimos estuviesen revueltos. Demasiado revueltos. Todavía faltaban dos días para la conferencia sobre el medio ambiente y los nervios estaban a flor de piel.

En el interior de una de las salas del Tribunal de Justiça do Estado de Río, bajo una gran lámpara de araña, dos hombres contemplaban el caos que se había formado ante sus narices. Uno de ellos era el hombre más temido y respetado de Brasil; el otro simplemente el más odiado.

—No se nos puede ir de las manos —dijo con solemnidad el presidente Pablo Lumba.

Le hablaba a su asesor, un tiparraco delgado de mirada astuta, fiel adorador de su amo y considerado por muchos como un progresista demente. Estaba frente al gran ventanal, pensativo, con el rostro frío como un tempano de hielo, silueteado por un sol que entraba a raudales en la estancia. Valoraba. Llevaba la corbata desanudada y le brillaban los ojos con inusitada ansia. Había sido un día realmente largo.

—¿Algún problema con el ingeniero?

—Mike Zorton llegará pasado mañana.

—¿A qué hora? —preguntó, sin disimular la satisfacción que le producía aquella afirmación.

—Todavía no lo sabemos—dijo casi con tono de disculpa—. ¡Doctor! —su joven ayudante era el único que lo llamaba Doctor—, ese hombre actúa con mucha cautela.

—¿Está a salvo? —preguntó.

Llevaban vigilándolo durante mucho tiempo. El ingeniero era su as ganador.

—Tenemos a nuestros chicos vigilándolo día y noche.

—¿Cuándo habéis acordado intercambiar los planos de la presa? —preguntó el Doctor.

—Antes de que empiece la Cumbre. En cuanto reciba los noventa millones de dólares en bonos al portador, no negociables, nos entregará los planos.

Lumba miró a Aaron y sonrió. El mundo se postraría a sus pies. La desorbitante cifra resultaba irrisoria ante el escalofriante porvenir de Brasil. La construcción de la presa sería la mayor construcción de la historia, solo comparable con las Pirámides de Egipto. Sin lugar a dudas Mike Zorton era un virtuoso de la ingeniería. La genialidad de su proyecto era indiscutible.

—Llevamos mucho tiempo esperando este momento. Ese hombre cambiará para siempre el futuro de Brasil.

Y el de toda la humanidad, pensó Aaron, pero no dijo nada. El presidente se acercó al mini bar, llenó dos copas de coñac y le ofreció una a su joven ayudante. Se quedó mirando fijamente a Aaron, a poco menos de dos palmos de distancia, y le puso lentamente la mano sobre el hombro.

—¿Cuándo se celebrará la vista preliminar contra la Land corporation?

Aaron bajó la mirada a su reloj.

—En pocos minutos.

—No quiero errores, Aaron. Ya sabes lo que nos estamos jugando. Nuestros socios del petróleo están nerviosos. Demasiado nerviosos. Ya nos han transferido más de ciento cincuenta millones para la construcción de la presa y no quieren errores. —El presidente estaba pletórico, aunque su expresión anunciaba hostilidad. No era para menos—. Los grandes terratenientes son cosa del pasado Aaron, pero debemos actuar con pies de plomo con esos tiparracos. No deben saber cuales son nuestras intenciones hasta que ya sea demasiado tarde para que reaccionen.

—Estamos muy cerca —contestó el joven—. Todo está saliendo según lo previsto. Los terratenientes del Amazonas pronto verán como su lucrativa selva cambia de dueño.

—Así debe ser. ¿Y el otro asunto que nos concierne?

—Ya he dado las órdenes oportunas. Ocurrirá en los próximos días.

Una ligera sonrisa ensombreció los rostros de los dos hombres.

—¡Brindemos por un Brasil rico y próspero! —exclamó el gran señor.

—Por un nuevo y luminoso amanecer —contestó el joven con fingida ironía.

El licor era excelente y ambos hombres lo saborearon en su paladar. Las voces del pasado murmullaban un nuevo comienzo para Brasil.

El asesor indicó con un ligero gesto de cabeza el revuelo del exterior, con la emoción contenida. Observaba el caos con absoluta indiferencia, una cualidad que sorprendía gratamente al presidente. El joven poseía la facultad de abstenerse de toda emoción ante cualquier tipo de adversidad. Era su chico y desempeñaba un papel crucial en el ineluctable devenir de los acontecimientos.

—¿Un habano? —preguntó con voz pausada mientras se dirigía a un mueble colonial. Sacó de él una caja ornamentada con finas hiladuras de oro.

Aaron negó con la cabeza; seguía observando a través de la ventana. El Doctor eligió un habano del número tres y se lo llevó a la nariz.

—¿Qué dicen?

El cortapuros sesgó la punta y los carnosos labios del presidente chuparon las hojas de tabaco prensadas. El humo escapó por su boca y llenó la estancia de dióxido de carbono. Tenía la mirada puesta en un informe que sostenía entre las manos.

—Lo de siempre —contestó Aaron, con ademán de desafío—. “Salvemos al Amazonas”, “un mundo sin contaminación”, “abajo el Gobierno”, “os merecéis el peor castigo”. Siempre la misma bazofia.

—Qué sabrán ellos…

Los dos hombres habían permanecido reunidos más de una hora sopesando las consecuencias que podía provocar la Cumbre del Medioambiente para sus propósitos y ambos habían llegado a la conclusión de que las aguas se calmarían cuando finalizase la Cumbre. No esperaban una reacción tan multitudinaria y menos que fuese así de virulenta, pero en ningún caso eso alteraría sus planes.

—Los medios no nos darán tregua hasta que esto termine.

—Cualquier idiota sabe que la marcha económica de un país y el dióxido de carbono van en una misma dirección.

—Cuarenta mil idiotas piensan lo contrario.

El presidente se encogió de hombros, enarcó las cejas y esbozó una gran sonrisa. Había tomado la decisión de celebrarla en Brasil con la intención de mostrar a la comunidad internacional su involucración en la lucha contra la contaminación y no era hombre que se retractase. Miró de reojo a su asesor y sonrió cuando la pelota de golf se introdujo en el agujero. El estúpido juego le ayudaba a pensar.

—No ha sido una buena idea celebrarla en Río de Janeiro—dijo Aaron.

—Lo sé —contestó sin desviar la vista del metálico hoyo.

—Pueden causar muchos problemas. Están furiosos. —Los contemplaba desde el gran ventanal del Tribunal de Justicia.

En el exterior habían jóvenes violentos anti globalización, grupos radicales de ecologistas, activistas anti progreso, movimientos verdes anti capitalismo y ecologistas libertarios, entre otros. El Palacio de Justicia era un gran polvorín.

—Siempre lo están. Odian a sus gobernantes y odian sus decadentes vidas. ¡Que se vayan a freír espárragos! Malditos necios.

Los manifestantes odiaban a los indulgentes ministros. Odiaban a la legendaria parsimonia de los ciudadanos de a pie. Y se odiaban entre ellos. Los libertarios odiaban a los verdes, eran demasiado blandos. Los radicales odiaban a los conservacionistas, demasiado tolerantes. Los que no tenían un penique a los que habían formado poderosos grupos de presión y disponían de recursos. Y absolutamente todos ellos odiaban a las intolerantes fuerzas del orden. La libertad de expresión era una excelente excusa para el enfrentamiento.

—¿Qué hacen nuestros chicos?

—Aguardan porra en mano.

El presidente Lumba sonrió satisfecho por enésima vez. Si por el fuera encerraría a los manifestantes en fríos calabozos. Todos ellos eran culpables y merecedores de largas penas de cárcel. La conferencia le estaba provocando demasiados dolores de cabeza y los colgados del medioambiente le irritaban soberanamente; actuaría con mano de hierro si era necesario. Lanzó una nueva bola y ésta se introdujo con suavidad en el metálico agujero.

—¡Magnífico!

Parecía estar disfrutando.

—¿Y los indios?

El ayudante buscó con la mirada. En la zona más alejada de la plaza había un grupo de jóvenes, estaban de pie y se apoyaban los unos en los otros. Caían y acto seguido se volvían a levantar. Eran diez o doce e iban vestidos con ropa de calle: camisas a cuadros y tejanos gastados. Sostenían algo entre las manos.

—Están borrachos. —Hizo un largo silencio y sacudió la cabeza—. Siempre están borrachos.

Los indios también tenían su excusa para odiar. Pero no eran de su santa devoción, al igual que no lo eran de su amo.

—¡Mejor!

Por encima de los manifestantes, por encima de las ONG y por encima de cualquier ser viviente, lo que más irritaba a Pablo Lumba, presidente electo de Brasil desde hacía ocho años, eran los hombrecillos de pelo largo y rostro curtido por el sol. En la última semana había mantenido dos reuniones con el consejo indigenista misionero, asistido a una aburrida gala benéfica de un jesuita de Mato Grosso do Sul, y atendido diez llamadas de otras tantas ONG; siempre por el mismo asunto: los indígenas del Amazonas sufren la explotación del hombre blanco, son invadidos, desalojados y expulsados de sus tierras. ¡Debemos hacer algo! Como si Brasil no tuviese suficientes problemas para tener que paralizarse por una panda de vagos borrachos, pensó, pero no dijo nada.

El vocerío creció en volumen y Pablo Lumba se acercó al gran ventanal. La tensión se intensificaba por momentos, también el número de manifestantes. Se empujaban los unos a los otros, gritaban, y arremetían contra el muro de hombres de ley que permanecía inhiesto frente a ellos. Insultaban y escupían. El cordón policial apenas aguantaba a los exacerbados fanáticos del medio ambiente.

Apoyó la mano en el hombro de su joven ayudante y tras unos segundos contemplando el beligerante caos y saboreando en su paladar el inminente enfrentamiento, sacudió la cabeza con resignación y añadió relamiéndose de placer:

—Le toca el turno a las porras.

El séptimo amanecer – Capítulo 3

 

TRES

Lake Town, Estado de Nueva York.

 

Había adquirido la cabaña dos años antes en la idílica población de Lake Town, un paraje de montaña a poco más de doscientos kilómetros de Nueva York. Era modesta, sin pretensiones, y la eligió entre cientos de opciones. La encontró tras una larga y ardua búsqueda que le llevó más de seis meses, pero la encontró. Estaba en una pequeña población de no más de cuarenta habitantes; treinta y siete de ellos superaban los sesenta años de edad.

Lo primero que advirtió cuando llegó a Lake Town fue el gran letrero de la entrada anunciando los nombres de todos sus habitantes. Contó un total de doscientos, la mayoría de ellos ocultos tras unas flores blancas que delimitaban los vivos de los muertos. Los que estaban visibles tenían una reseña a su edad, escrita en tiza blanca, que según le contaron después modificaban año tras año a través de una gran celebración.

La muerte era un hecho insólito y excesivamente raro en el pueblo; no en vano los habitantes de Lake Town se jactaban orgullosos de la longevidad de sus habitantes, y no en vano el cementerio era de los más diminutos del condado, con apenas ciento cincuenta lapidas, nada ostentosas, eso hubiese significado dar importancia a algo poco habitual. En Lake Town pocos eran los que habían fallecido por causas que no fuesen naturales. En realidad un solo nombre, escrito en color malva, destacaba sobre los demás en el tablón. Había sucumbido en las oscuras aguas de uno de los muchos lagos que decoraban las montañas rocosas, dibujadas por robles centenarios. Lo encontraron con la piel entumecida, de tonalidades azuladas, en una de las orillas. La ceremonia finalizaba con una oración al desafortunado ahogado; su nombre sería recordado.

El hombre que compró la cabaña del difunto fallecido en el único accidente mortal de la historia del pueblo era de Nueva York, tenía cincuenta y siete años, y en sus tarjetas de visita decía que su nombre era Mike Zorton, de profesión ingeniero. Era de constitución grande, entrado en grasas y tenía una ligera papada que le daba el aspecto de un hombre bonachón y amable. No vestía de forma ostentosa, aunque su cuenta corriente hubiese hecho palidecer a los más potentados del pueblo. En Lake Town era raro ver forasteros que no viniesen a practicar el deporte de la pesca, y el nuevo amante de este deporte se encargó de propagar su afición por doquier. Era educado, conversador y gentil con los habitantes de Lake Town. Se ganó su confianza.

Durante los dos años siguientes a la compra del refugio de madera, que apenas medía treinta metros cuadrados, el nuevo propietario visitó la cabaña al menos una vez por semana. Encendía las luces, sacaba el bote de madera y se dejaba ver en el lago con su caña y su cubo de pescar. Su vecina era la señora Aldcrift, una viuda de sesenta y cinco años que vivía durante todo el año en el lago. Su casa era ligeramente mayor y estaba a poco menos de quinientos metros de la suya, pasados dos grandes robles. Afable, llena de vida y excelente cocinera, la señora Aldcrift preparaba los mejores pancakes de todo el condado de Yellow Montain. Zorton la visitaba regularmente, al menos siempre que se dejaba caer por la zona. Comían, bebían te, y charlaban. Nunca más de una hora, eso hubiese supuesto para el ingeniero una pérdida de tiempo. Durante esos dos años también visitó regularmente la tienda de comestibles del pueblo, al menos una vez al mes. Compraba latas, conservas, arroz y todo lo necesario para acompañar los jugosos peces que capturaba en el lago. Su propietario era un jubilado de Nueva york, ex trabajador de la Panam, que cansado del estrés de la gran ciudad había decidido retirarse y abrir ese pequeño negocio en aquel bonito paraje de montaña. Con él charlaba por lo menos cinco minutos. Más tiempo también hubiese sido innecesario. Tres meses antes había mantenido una conversación con el señor Banis sobre un hecho que conmocionaría a la pequeña comunidad del pueblo. Su casa había sido asaltada por unos intrusos. No, no habían robado nada, pero a su propietario casi le había dado un sincope cuando comprobó que se habían comido y bebido la mayoría de sus reservas. Era intolerable. Para ser un hombre de entrada edad zascandileaba lo suyo. El señor Banis extendió la noticia entre sus conciudadanos al cabo de pocas horas y a nadie le extraño cuando una semana después de ese suceso, Mike se dirigió a la droguería del pueblo y encargó una alarma. Como era de prever el negocio nunca antes había vendido un dispositivo de protección a ningún otro habitante. La alarma llegó dos semanas después a la oficina de correos y al día siguiente el mismo dueño la colocó en la cabaña de Mike. Tardó más de seis horas en instalarla correctamente, ayudado por las instrucciones que la caja llevaba en su interior. En la primera página decía que era un artefacto sensible y silencioso; en caso de que se activase por cualquier animal el nuevo propietario no quería turbar la tranquilidad de sus vecinos. También decía que era muy sensible al calor, cosa que Mike conocía de antemano por los comentarios que circulaban por internet. Fue a la semana siguiente, tras comprar unos nuevos sedales de pesca, cuando Zorton decidió ir a ver al sheriff local, un hombre menudo que había ejercido su cargo durante más de treinta años. La comisaría estaba en la entrada del pueblo, a poco más de tres kilómetros del lago, en el límite de la gran avenida principal. El defensor de la ley era un hombrecillo jovial y extremadamente cuidadoso en su trabajo que había almorzado en varias ocasiones con el ingeniero. Tenía sesenta y dos años. Se consideraban amigos, no íntimos, pero ambos disfrutaban de las conversaciones sobre las grandes ciudades y su enfebrecido ritmo de vida. Coincidían los dos en afirmar que en pocos lugares uno se podía relajar tanto como en Lake Town. Sí, claro que Mike se retiraría algún día en ese idílico paraje. Sí, claro que le gustaría que su nombre fuese recordado en el tablón de los muertos. Por supuesto que Mike se sentía uno más de la comunidad. Quizás hasta abriese un pequeño negocio de pesca.

Ese día Mike tardó doce minutos exactos en llegar a la comisaría a través del sinuoso y estrecho sendero de montaña. Conducía su cuatro por cuatro con tracción trasera, parecido al modelo utilizado por la policía local. Pensó que a ellos les ocuparía el mismo tiempo. Mike era calculador y metódico. Charlaron amigablemente en el porche de la comisaría y bebieron un licor de frutas silvestres que el mismo sheriff destilaba en su casa. Estaba hecho a base de unas extrañas moras que crecían en una de las dos montañas que rodeaban Lake Town y era de sabor amargo. La conversación giró en torno a la alarma que el señor Banis había conectado a la oficina del sheriff. Si se activaba el dispositivo el sheriff o su ayudante, uno de los dos siempre estaba de guardia, acudirían de inmediato a casa de Zorton.

Poco después los dos hombres se dejaban caer por la cafetería de Brenda para degustar los huevos más exquisitos del condado. Los rumores sobre la alarma circularon de mesa en mesa, formando un gran alboroto. Mike no esperaba menos. Así estaba previsto.

Durante los siguientes tres meses a ese almuerzo el único dispositivo de la única alarma de todo Lake Town no se activó. Sin embargo ese día el reloj que parecía haberse detenido en el tiempo comenzaría su cuenta atrás.

Era el primer viernes de septiembre, día en el que se conmemoraba los espíritus del bosque, y Mike se dirigió al café de Brenda nada más llegar a Lake Town. Se tomó los mediocres huevos revueltos, se bebió el horrible café que tanto le desagradaba y charló con sus esperpénticos vecinos. El teatrillo le ocupó veinte minutos y durante ese tiempo se fumó tres cigarrillos. Mike aborrecía el tabaco.

—El tabaco te acabará matando, Mike. Deberías dejarlo —advirtió Brenda mientras le llenaba la taza por tercera vez.

—Espero que eso no ocurra —bromeó el ingeniero luciendo una gran sonrisa —. Como siempre el café es excelente, Brenda.

Ella se alejó de la mesa pensando “qué hombre más encantador”. Alguien susurró que fumaba como un carretero.

—Buenos días, Mike —saludó un tertuliano de pesca.

—Buenos días, Frank —contestó él —¿Cómo está Gladis?

—Con artritis, pero ya sabes que es una mujer fuerte.

—Me alegro de verte. Tan pronto pueda pasaré a verla —dijo al tiempo que se levantaba, no sin antes dejar dos dólares de propina encima de la barra.

Su siguiente parada fue en la tienda de comestibles que funcionaba igualmente de farmacia. El reloj seguía en marcha. Desvió la vista a un cuco de pared que colgaba bajo un trofeo de pesca; eran las cuatro de la tarde. “Faltan menos de seis horas, Mike. Paciencia.”

—Hola, Mike. Me alegro de que te hayas dejado caer por aquí. ¿Cómo van nuestras amigas las truchas? —preguntó el hombre amablemente.

De todos los hombres de Lake Town aquel era el tipo que más aborrecía. Era un hombre insulso, con una conversación limitada y banal, de habla lenta, casi pastosa. Mike Zorton tenía que hacer verdaderos esfuerzos para seguir la conversación y sonreír de vez en cuando. El hombre le provocaba un intenso dolor en el pecho.

—He tenido una semana horrible y la migraña me está matando —contestó el ingeniero—. Las truchas tendrán que esperar hasta mañana. ¿Tienes una de esas pastillas para dormir?

El señor Banis se dirigió con paso lento a la estantería de roble opuesta al mostrador y regresó con una cajita y una gran sonrisa. La mano le temblaba cuando Mike se la cogió de entre los dedos. Tenía párkinson.

—Yo mismo las utilizo de vez en cuando —dijo con tono pausado—. Dormirás como un tronco.

—Eres un ángel Jhon, te lo agradezco de corazón —contestó el ingeniero—. Precisamente necesito eso, acostarme pronto y dormir de un tirón. Mañana será otro día y estoy impaciente por ir al lago a probar mi nuevo sedal. Es siempre un placer charlar contigo.

Se despidió del señor Banis con un apretón de manos, prometió visitarlo a la mañana siguiente y se alejó por la calle principal en dirección a su refugio. Miraba a uno y a otro lado y un cierto malestar le sobrevino. Todo eran canas, mecedoras, arrugas y bastones. El hedor de la vejez era nauseabundo para Mike. Incluso las fachadas parecían de otra época, con sus pinturas decoloradas por la lluvia; la decadente calle se movía con una lentitud abrumadora. El ingeniero estaba a punto de chillar.

La señora Tenessi, con su habitual vestido a flores y su gran sombrero de fieltro de ala ancha lo saludó con un gesto de mano.

—Buenos días señora Tenessi— dijo, disminuyendo la velocidad del Ford.

—Buenos días, Mike.

—Hoy está muy guapa, señora Tenessi.

Ella le brindó una afectuosa sonrisa.

—Que tenga una excelente mañana, señora Tenessi —dijo mientras aceleraba y lanzaba un suspiro sobre el volante.

Desvió nuevamente la vista a su reloj de pulsera. Las cinco y diez.

Pasados los previstos once minutos que separaban tanta farsa del lago, Mike Zorton aparcó su vehículo. Acto seguido se encaminó a casa de la señora Aldcrift, su vecina, la cual lo recibió con su también habitual sonrisa. Vestía un delantal de cocina y como era de esperar el horno estaba encendido. El olor era fortísimo.

—Huele de maravilla, Marga —dijo con fingida saliva en la boca y tonalidad untuosa, aunque ella no lo percibió.

—Eres un adulador, Mike —contestó la mujer —. Estará listo en veinte minutos. Charlemos un rato y luego comeremos.

Al cabo de veintidós minutos se sentaron en el porche para saborear la nueva receta. El pastel era de chocolate y Mike se tomó dos trozos. Como de costumbre estaba requemado. Siempre lo estaba. La vieja señora Aldcrift comió tan solo uno.

“Por Dios Santo, me va a provocar una úlcera”.

Durante los siguientes diez minutos el ruido que gorgoteaba de la boca de la anciana se impuso a las melodiosas notas que emitía una antigua radio.

—Ya sabes que me encantan estas charlas pero debo irme —dijo Zorton amablemente cuando el plato quedó vacío—. He tenido una semana con mucho trabajo y mi vieja migraña me está matando.

—Descansa Mike, a estas edades hay que tomarse descansos.

Tú deberías tomarte un eterno descanso y yo unas sales de azúcar, pensó. Pero no dijo nada.

—Leeré y me acostaré pronto. Gracias, Marga. Estaba delicioso.

El ingeniero se despidió de la mujer con un agrio sabor en el paladar y prometió llevarle dos truchas a la mañana siguiente.

La tarde era bochornosa y el termómetro marcaba veintiocho grados, pero la cercanía del lago humedecía el ambiente. No soplaba brisa. Mike se detuvo en la pedregosa y mohosa orilla y se quedó observando el paisaje, pensativo, con una ligera sonrisa en el rostro. Estaba a punto de explotar pero se sentía feliz. Ese día dejaría por fin de pescar en ese lago para siempre. A Zorton no le gustaba la pesca, al menos no la pesca de la trucha. Tampoco volvería a pasar largas horas estudiando un español ya aprendido con el avanzado curso que compró cuando adquirió el refugio; Mike lo hablaba de forma fluida y con un excelente acento. Había llegado el día de decir adiós a dos años de farsas, a decir adiós a ancianos mediocres y analfabetos, a decir adiós a pasteles insípidos y a conversaciones estúpidas. Había llegado el momento de decir adiós a ese maldito pueblo que había visitado regularmente durante los dos últimos años y que le sacaba de quicio. Adiós, adiós, adiós. El reloj corría por fin y pronto todo cambiaría. Mike Zorton sería el responsable de una de las mayores catástrofes ecológicas de este siglo, pero ¡a quién diablos le importaba eso ahora! El mayor pulmón del planeta dejaría de respirar muy pronto, pero él sería inmensamente rico. Convertiría a Brasil en un gran polvorín y se esfumaría. Se encendió otro cigarrillo, aspiró hondo y lo aplastó con el pie. Ese también sería su adiós al tabaco. Se dirigió a su refugio y abrió de un empujón la puerta de madera. Mike nunca se había molestado en echar la llave. ¿Por qué iba a hacerlo? Cualquier intruso que llegase a Lake Town saldría con el rabo entre las piernas cuando viese a sus decrépitos y asquerosos habitantes.

—Manos a la obra —susurró con las fuerzas renovadas.

El ingeniero nunca había recibido visitas inesperadas; si de algo presumían los habitantes de Lake Town era de ser muy respetuosos a la hora de realizar visitas, pero no estaba de más ser prudente. Bajó todos los visillos.

Luego abrió el congelador y se arremangó las mangas de la camisa. El cuerpo inerte que había en su interior pesaba más de lo que recordaba y a pesar de los guantes era tremendamente difícil de agarrar. Arrastrar noventa kilos de peso no era tarea fácil y Mike ya no era ningún chiquillo con energía y grandes músculos, más bien todo lo contrario. La operación de trasladarlo al cuarto de baño le ocupó más de diez minutos. El tiempo no era algo que le preocupase, todavía tendría que esperar alrededor de cuatro horas hasta que se descongelase.

Poco después realizó dos llamadas desde el teléfono fijo de la casa. La primera fue a su secretaria para anunciarle que su fin de semana se alargaría hasta el lunes, por lo que regresaría a la oficina pasadas las doce del mediodía. La segunda llamada la hizo a casa de su ex mujer y como era habitual nadie contestó. Tal y como estaba previsto Margaret se encontraba en el club de campo. El mensaje fue breve y quedó registrado en el contestador. Pasaría todo el fin de semana en la cabaña y almorzaría con ella en el club de campo el martes.

Unas horas después salió al porche y comprobó que el sol no tardaría en ocultarse. Eran las ocho de la tarde. Había intentado dormir algo pero la excitación del momento se lo había impedido. Mike Zorton llevaba planeando la nueva vida que pronto comenzaría desde hacía más de dos años, cuando su plan tomó forma. Se bebió una copa de coñac a pequeños sorbos, vació el interior de la botella en el suelo y la dejó sobre la mesilla. Un búho entonó su canto más allá de la luz del porche. Consultó el reloj. Las nueve de la noche. Entró en el cuarto de baño y se agachó frente a la bañera donde yacía el anónimo individuo. En esta ocasión el hombre era menos pesado, por lo que le resultó más fácil trasladarlo a la habitación. Colocó el cuerpo desnudo en la cama, se quitó su camisa a cuadros, los tejanos gastados, y vistió al hombre de nombre desconocido con sus prendas. Le puso su inseparable anillo familiar en el dedo anular y se vistió con un atuendo cómodo para correr: pantalones, sudadera oscura, y zapatillas deportivas. A continuación salió al porche y esperó durante un buen rato a que la oscuridad fuese total. No bebió más coñac. Una bebida isotónica haría su función; tenía que correr a través del bosque los dos kilómetros que separaban la cabaña de la autopista más cercana y necesitaba toda la energía posible. Mike no era precisamente un buen corredor, a pesar de que practicaba footing a diario desde hacía dos años.

A las nueve y quince en punto entró en la cabaña.

—Los delitos honorables merecen su justo premio —resopló—. Ha llegado el momento.

Vació varias colillas en los ceniceros del cuarto y del salón y suspiró hondo. Echó un último vistazo a la estancia con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón de deporte, encendió una cerilla y la arrojó con una gran sonrisa sobre el sofá, que previamente había rociado con un líquido inflamable. La llama avivó al poco rato.

Consultó su reloj. Era la hora la prevista.

La alarma silenciosa de la cabaña de Mike Zorton alertó al sheriff a las nueve y dieciocho minutos de la noche. El buen hombre dio un respingo, llamó a su ayudante con habla nerviosa, y tal y como había asegurado a Mike se puso de inmediato en camino. Doce minutos después llegaba al lago y alertaba a los bomberos por la radio de la policía, mientras una lágrima se deslizaba por su rostro. Nunca antes había presenciado un espectáculo tan horrible. La siguiente llamada fue al hospital “Claintown”. El Ford del ingeniero estaba aparcado junto al viejo tronco, por lo que no tenía ninguna duda de que Mike había fallecido calcinado en el interior de la cabaña. No se podía hacer nada por él, el fuego había dado buena cuenta del ingeniero. Las lágrimas cayeron por las mejillas del sheriff durante la larga espera hasta que los bomberos hubieron sofocado por completo aquel infierno.

Solo quedaron cenizas.

Luego todo ocurrió tal y como estaba previsto. La señora Aldcrift declaró al día siguiente que Mike Zorton estaba agotado y que pensaba acostarse pronto. El señor Banis confirmó que había comprado unas fortísimas pastillas para dormir. El sheriff encontró en el exterior de la cabaña la botella de coñac vacía. El alcohol, los somníferos para dormir y el cansancio no eran buenos compañeros. El pobre Mike no había tenido ninguna oportunidad. En el café de Brenda todos confirmaron que Mike fumaba como un carretero. Fue la misma señora Aldcrift la que en presencia de toda la comunidad escribió esa misma mañana el nombre de Mike Zorton en malva, junto al pobre señor Dins, el anterior propietario de la cabaña. Las muertes accidentales no eran habituales y merecían una mención especial. Un cigarrillo mal apagado había sido sin duda el causante de aquel trágico suceso.

En el preciso instante en que el sheriff llamaba al hospital del condado, a varios kilómetros de distancia, Zorton arrancó el motor de un turismo que había alquilado una semana antes a nombre de un tal John Adams. En el asiento delantero había un billete de avión con destino a Río de Janeiro y un tubo de metra quilato que contenía una nueva vida.

Mike no llevaba equipaje.

 

El séptimo amanecer – Capítulo 2

DOS

Quince años después.

El mundo parecía incapaz de soportar tanto caos. La burbuja inmobiliaria había estallado provocando la crisis del sector y arrastraba en su caída libre al resto de los mercados. Irritaba y escocía, pero las medidas de choque no llegaban. Los políticos presenciaban desde sus mullidos sillones la falta de medidas para encauzar la economía, inmunes a lo que ocurría a su alrededor; y parecía no importarles. Los países industrializados sudaban la gota gorda ante los crecientes incrementos del precio del petróleo; sin embargo, la voz del populacho se maquillaba con palabras tranquilizadoras. Los bancos se tambaleaban, pero a nadie le importaban los años de despropósitos y la falta de regulación de sus órganos de control. Ellos se convertirían en los grandes salvadores, aunque todavía no era el momento. Los países subdesarrollados veían como los precios de las materias primas aumentaban, pero sus dirigentes seguían embolsándose ingentes cantidades de dinero que fluían por todo el planeta, deteniéndose en los más de treinta paraísos fiscales que había en el mundo, mientras los golpes de Estado eran susurrados por los hambrientos. Los grupos terroristas promulgaban sus mensajes xenófobos, y nadie parecía capaz de detenerlos. Los improvisados albergues de caridad se veían desbordados por la incipiente pobreza que parecía brotar de las clases media y baja. Pero ellos no eran todos; ni tan siquiera suficientes. Solo unos cuantos miles de desalmados.

El mundo no agonizaba todavía.

Y la bomba de relojería continuaba con su imparable cuenta atrás.

“La esencia de la Tierra era la tristeza”.

 

El séptimo amanecer – Capítulo 1

 

UNO

 

Zúrich, Suiza

 

Los habían vigilado durante más de cuatro años, asignando a cada uno de los chicos dos ex agentes del Gobierno que los acechaban procurando no despertar sospechas.

Los habían seguido de día y de noche, entrado en sus lujosas mansiones, e instalado sofisticadas escuchas en todos sus dispositivos.

Por eso estaban al tanto de todos los pormenores de sus vidas. Sabían cuando abrían una botella de bourbon, que días jugaban a póquer y como olían sus colonias de quinientos dólares, incluso sabían cuando practicaban sexo.

También habían merodeado su vecindad y amistades para obtener cualquier información que les pudiese ser útil.

Y después del selectivo y tedioso seguimiento, treinta y dos chicos con intelectos que superaban los ciento ochenta, considerado el umbral de los que se hacen llamar superdotados en la escala Wechsler, habían sido escogidos. Ellos serían los futuros ingenieros de caminos, matemáticos, agrónomos, genios informáticos y más de una veintena de profesionales que, cuando llegase el momento oportuno, les resultarían tremendamente útiles. De hecho estaba previsto que la educación de cada chico costase la friolera suma de cinco millones de dólares. Les asignarían mentores, que al igual que ellos, eran genios en sus respectivas materias, y les instruirían en lenguas y religión. Por eso sabían que los treinta y dos jóvenes serían una eminencia dentro de su propio campo.

Juntos crearían una nueva y moderna Arca de Noé.

Eran las nueve de la noche del primer lunes de julio cuando el último invitado a participar en la asamblea de iniciación a tan selecto grupo de prodigios hizo chirriar la puerta principal de la vetusta iglesia de San Lorenzo. Mientras avanzaba, con la vista puesta en todos aquellos adolescentes adinerados, herederos de las principales fortunas del planeta, se dio cuenta de la importancia de su presencia ahí. El chico tenía el rostro empapado por la lluvia y estaba casi sin aliento, pero sentía por dentro una emoción que palpitaba intensamente y su rostro mostraba una radiante sonrisa. Tras superar las tres entrevistas de rigor; la primera y segunda con hombres que apenas recordaba los nombres, y la tercera con el legendario amante de los animales y de las plantas, sabía que había superado la prueba. Que estuviera en aquel lugar era el reconocimiento que tanto tiempo había esperado por sus ideales en pro de un nuevo mundo sin contaminación.

—Arthur Mc Claren —susurró uno de los chicos.

El lugar que había elegido el conferenciante para la primera charla con los chicos estaba en medio de una llanura de aspereza salvaje, desolada a lo largo de cinco millas, de norte a sur. A varios kilómetros de ahí, en los cuatro puntos cardinales alrededor de la iglesia, cuatro agentes vigilaban desde un coche de alquiler que no se acercase ningún intruso. Nadie en las poblaciones colindantes sospechaba que en el exterior de ese lugar sin amo, rodeado de abetos centenarios, treinta y tres vehículos de gama alta esperaban a que sus jóvenes dueños emprendieran el camino de vuelta al aeropuerto privado de Saurance. El secretismo era de vital importancia.

En ningún caso podía transcender a ninguna persona ajena a la hermandad los antiguos secretos que estaba a punto de desvelar.

—Bienvenido Arthur—dijo el hombre, ocultaba parte de su rostro bajo la sombra de un arco ovalado—. Te esperábamos.

El recién llegado clavó la vista en la única silla vacía y avanzó despacio hasta ocupar su sitio, mientras el conferenciante recorría con la mirada las filas de asientos y sonreía con orgullo. Había sido un proceso muy largo.

Repasó mentalmente los nombres, sus fortalezas y sus debilidades. Con anterioridad a la conferencia, la agencia de detectives Brisne & Associates, con delegaciones en más de treinta de países, le había entregado el extenso y exhaustivo informe que desmembraba cada uno de los pormenores de la vida de los jóvenes. Costumbres, intereses, relaciones sentimentales y vocaciones. También secretos inconfesables. Como era de esperar los chicos eran de por sí inconformistas, de familias inmensamente ricas pero parcialmente desestructuradas, partidarios de la defensa incondicional del medioambiente, ambiciosos, hermosos, inteligentes y herederos de grandes fortunas. Treinta y dos estudiantes rigurosamente seleccionados entre más de treinta mil muchachos; todos ellos caucásicos sin excepción. Los asiáticos, árabes y hombres de color habían sido descartados de antemano. La excusa que había dado el cliente a la agencia de detectives para justificar el laborioso proceso de selección, que había durado mas de cuatro años, era que los escogidos pasarían a formar parte de una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos, especializada en asuntos medioambientales y económicos, solo apta para unos pocos privilegiados. Sin embargo, solo él conocía los verdaderos motivos que le habían llevado a diseccionar como si fuera un hábil cirujano la vida de aquellos jóvenes.

—Mc Claren es el heredero de la Global Infinite Company —susurró una voz en la cuarta fila. — Es un genio de la informática.

La sala estaba iluminada vagamente por la luz de diez candelabros cuidadosamente dispuestos, y le infería al lugar un aire tenebroso e intimidatorio. Mc Claren pensó que el resplandor de los truenos, que reverberaban en el exterior igual que ecos lastimeros de mortal tristeza, era la guinda del pastel, pero se sentía orgulloso de estar en aquel lugar. Posó la mirada en la figura que ahora avanzaba hacia el centro de la sala y volvió a sonreír con satisfacción. La entrevista que mantuvo con él apenas duró veinte minutos, pero quedó ensimismado por el aura de aquel hombre menudo de ojos claros y brillantes; el conferenciante era un icono para todos los que estaban allí reunidos.

Contaban de él que pertenecía a una familia cuya dinastía se remontaba a los inicios de la cristiandad. Y sabían que era un hombre tremendamente religioso que tenía gran poder en el Vaticano. También sabían que poseía una de las mentes más privilegiadas del mundo y que era inmensamente rico. Que los hubiera elegido a ellos era como besar a un santo. Los asistentes conocían de sobras la fama del legendario embajador de la lucha contra el cambio climático. A pesar de su aspecto menudo y avanzada edad nadie dudaba que era un hombre duro e implacable con los que atentaban contra la naturaleza.

—Todos habéis venido por vuestra propia voluntad—dijo el venerable conferenciante con voz suave, mientras hojeaba el expediente.

—Sí—clamaron.

—Todos habéis firmado un contrato de confidencialidad para pertenecer a nuestra hermandad.

—Sí—volvieron a clamar.

—Si alguno de vosotros no está seguro de su presencia aquí puede abandonar ahora la iglesia.

Los chicos se miraron entre ellos, expectantes, pero no hubo respuesta, ni signo alguno de abandonar la iglesia.

—Albert Einstein habría dicho sobre los incendios petroleros de Kuwait que la estupidez humana es infinita, y el mismo Dante los habría incluido en la Divina Comedia. Los causantes de toda catástrofe son conocidos por su nombre de poder, “presidente de la nación mas poderosa del mundo”, “presidente del lobby petrolero”, “CEO de la Asociación Nacional del Rifle”, o “amigo de la Casa Blanca”. Sin embargo sus nombres son mucho más simples. Deberíamos llamarlos “Reagan el idiota”, o “Mohammed el estúpido”, o “Bryan el necio”. Einstein ya lo tenía claro hace ciento cincuenta años. Igual que yo tengo claro que ¡Hermes!, ¡Ankou!, “el barón Somedi” o “Xólosi” son ángeles, y no gobernantes del inframundo, si comparamos sus actos con los actos de nuestras notables autoridades mortales a favor de la era tecnológica del mundo actual. Habéis venido a mí porque todos vosotros amáis el planeta en el que vivimos y sois firmes defensores del medioambiente. ¿Juráis solemnemente por el honor de vuestras familias que no desvelareis los misterios que hoy os serán revelados?

En opinión del conferenciante los humanos eran débiles. Demasiado débiles.

—Lo juramos—se oyó al unísono.

—¿Estáis dispuestos a cambiar el mundo?

—Por supuesto —clamaron. Las palabras resonaron en la oquedad del espacio con entusiasmo.

—¡Cerrad los ojos! —ordenó el conferenciante, con inusitada aspereza.

Los treinta y tres jóvenes obedecieron y la efímera luz que provenía de la tormenta se desvaneció al instante. Se hizo un silencio mortal, solo interrumpido por las suelas de los zapatos italianos del conferenciante, que caminaba con paso firme hacia el altar, donde un antiguo tocadiscos, vestigio de una época pasada, coronaba un atril.

—Amo la Novena Sinfonía— susurró cuando la pluma del aparato levantó el vuelo y descendió al instante para acariciar el vinilo. Los ojos azules del conferenciante brillaban lanzando centellas. Unos segundos después, las notas, de inusitada belleza, resonaban con efervescencia golpeando las paredes decadentes.

La oscuridad pareció dar paso en la mente de los chicos a una claridad juguetona y eterna.

—Es el momento de ponernos en marcha y enviar una nube tóxica a todos esos gobiernos y oportunistas irresponsables que hasta ahora han ignorado las voces de nuestro planeta —dijo con videncia imaginativa, apoyando los codos en el atril.

—Estamos impacientes—grito alguien.

Durante la hora siguiente el misticismo de las palabras del conferenciante se mezcló con la melodía, provocando el más absoluto quietismo en los jóvenes, resultado del imponente y severo mensaje del orador. El cambio climático, el deshielo del Ártico, la deforestación, la acidificación de los océanos, la brutalidad de los ataques tóxicos a la fauna y a la flora, entre otros muchos temas, fueron analizados desde una perspectiva insospechada. El orador vaticinaba un futuro que cambiaría el devenir de la historia, no solo la de los chicos. Había llegado el momento de invertir los cimientos de un mundo abocado a la extinción de las especies, y aquel hombre parecía el poseedor de una aterradora verdad cuya existencia estaba documentada en textos muy antiguos. Elegía las palabras con sumo cuidado y sonaban con intacta delicia, para arremeter sobre los jóvenes con su lacerante y abrumador mensaje. El halo de autoridad del ilustre conferenciante solo era comparable con la determinación de un mensaje denso y demoledor que había sido transmitido de generación en generación.

“Es él”.

Miraba el documento de varios centímetros de grosor que todavía sostenía en las manos. Tres nombres destacaban respecto a los demás con un círculo de color malva.

A veces basta con una sola mirada. En ocasiones se trata de una mera intuición. El orador supo sin el menor asomo de duda que no se había equivocado. Pocas veces lo hacía. Un apuesto joven situado en la tercera fila, junto a una hermosa muchacha de cabellos dorados, era el elegido para llevar a cabo la misión más importante.

“Él será el detonante”.

El orador estaba pletórico.

Después de una hora de discurso, que siguió a un entrevista personal que se había alargado durante dos días, solo con tres de los treinta y dos chicos había dedicado tanto tiempo para charlar sobre sus ambiciones, familia e ideales, y después de pasar cuatro años siguiéndolo y escudriñando su vida, estaba seguro de que el joven de la tercera fila era la elección correcta.

El chico parecía estar en calma, casi dormido, pero la realidad era muy distinta. Las palabras del orador le estaban resultando excitantes, tremendamente sinceras, también aterradoras e inquietantes. Dos visiones idénticas con pensamientos contrapuestos, una única voz. Los oscuros paisajes envenenados del alma humana se desnudaban frente a él.

Dicen que los hechos fortuitos en ocasiones adoptan la apariencia de sueños, otras, de pesadillas. A veces son conversaciones lo suficientemente profundas para adentrar a los hombres en un mundo desconocido, que impide discernir con claridad el próximo movimiento. Y en esos momentos te subes a un nuevo tren que te llevará hacia un destino incierto, que quizás no sea el tuyo.

El joven supo desde el primer instante que ese era el inicio de un aterrador viaje al lugar donde habitan los monstruos que aparecen en las pesadillas.

 

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Brasil dio luz verde a una polémica gran presa amazónica que despojó de sus casa a miles de indígenas – crítica desde “El séptimo amanecer”.

«La presa del rio Xingu es uno de los escenarios donde transcurre la novela. En este lugar dejado por la mano de Dios de nada han servido las protestas de los aborígenes y organizaciones como Survival para parar la catástrofe ecológica que ha supuesto la presa».

Os explico por qué …

La finalización del proyecto hidroeléctrico de Belo Monte, en el río Xingú (Estado de Pará, Brasil), ha dado lugar a la tercera mayor presa del mundo. Está es una de las críticas que hace “El séptimo amanecer” ante el avance indiscriminado del capitalismo en contra de uno de los lugares más hermosos y vírgenes del mundo. La represa es un proyecto que ha desnudado y puesto en evidencia la colección de males sociales de Brasil, desvelando el modus operandi entre las constructoras y el Gobierno.

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Belo Monte es más que una megapresa, es el símbolo de la corrupción en este país. Y el río Xingú, antes uno de los ríos más ricos en biodiversidad de la Amazonia, es ahora un foco de problemas para Brasil y para el clima planetario.

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El Gobierno de Brasil concedió en el 2010 la licencia medioambiental para la construcción de la controvertida presa hidroeléctrica de Belo Monte, en la Amazonia.La presa es la tercera más grande del mundo con un coste estimado de 17 mil millones de dólares.

Ha inundado más de 500 km2 de tierra, provocando una gran destrucción de la selva y ocasionando gran daño a la fauna y flora local.

Los modos de vida de miles de indígenas que dependen del bosque y del río para obtener alimento y agua han sido destruidos. Algunos se enfrentan a la expulsión su tierra ancestral.

Actualmente los pueblos indígenas están al frente de las protestas actuales.

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El proyecto ha sido criticado desde su inicio por organizaciones ambientalistas y de derechos humanos como Survival International, ya que anegaría una extensa área de tierra, desecaría partes del río Xingú, destruiría la selva y reduciría las reservas de peces imprescindibles para la supervivencia de distintos pueblos indígenas de la zona, como los kayapó, arara, juruna, araweté, xikrin, asurini y parakanã.

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Así que este es uno de los motivos por los que he querido denunciar esta atrocidad eligiendo este escenario para la novela.

¿Cómo soléis elegir los lugares para vuestras historias? ¿Suelen ser reales o inventados?

 

 

 

 

Sinopsis El séptimo amanecer

Sinopsis

 Durante su viaje a la Cumbre de la Tierra en Brasil, Mauro De Falco se ve inmerso en una trama medioambiental que puede alcanzar proporciones catastróficas. Los antiguos intereses del Amazonas están cambiando a favor de la industria petrolera y de una farmacéutica,  que amenazan con destruir el mayor pulmón del planeta. La misteriosa muerte de tres fiscales del Estado y un repentino virus que está infectando a las tribus indígenas provocarán que Mauro inicie una épica batalla contra la gigantesca industria del petróleo. Solo sus fuertes convicciones y el reciente amor por una periodista, le dará las fuerzas suficientes para llevar a cabo un atrevido y arriesgado plan, aun a costa de su propia vida.

No obstante, la crisis del Amazonas es solo la punta del iceberg.

La progresiva destrucción de los recursos naturales, un colapso financiero sin precedentes, atentados terroristas y conspiraciones dentro del seno de la Iglesia están provocando cambios en la naturaleza que nadie llega a comprender.

La humanidad corre un grave peligro.

Nota del autor: _______________________________________________________________________

La novela promulga la defensa del medio ambiente y la denuncia de la irresponsable alteración, por intereses políticos y económicos, del equilibrio ecológico de la Tierra. La acción principal pone el foco en la selva amazónica y en los intereses especulativos  que confluyen en ella desde un punto de vista realista. Pero hay también otros escenarios, como la Gran Barrera de Coral australiana, donde el mar comienza a mostrar transformaciones preocupantes ante los continuos atentados a que es sometido, o la ciudad de Barcelona. La totalidad del mundo es el escenario de los destructores y defensores del medio ambiente.

Por la obra desfilan figuras del máximo relieve político y económico, incluidos el presidente de Brasil o el ministro del Interior británico; clérigos bien situados en el organigrama vaticano; representantes del poder judicial; empresas y empresarios de compañías petrolíferas, farmacéuticas o agrícolas; representantes de medios de comunicación; organizaciones ecologistas; nativos de tierras explotadas; espías informáticos; asesinos a sueldo; sociedades secretas en pro y en contra de los atentados medioambientales, y un sinfín de personajes que convierten la obra en una novela coral.

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